Un refugio tiene que poder proteger de la lluvia y del sol quemante...También tiene que saber cuidar la vida para dejar que se expanda a lo inesperado. La escuelita rodante que armamos este año en Azul tuvo todo eso y más.
Empezó con un whatsapp de madre desesperada “No sé cómo hacer para que mi hijo haga la tarea” y siguió con una escuelita virtual que después se volvió “de casa en casa”.
El estudio fue solo una parte…las ramitas que fuimos poniendo para que el calor siguiera ahí fue un trabajo en equipo. La intuición fue la gran maestra. En la manera de elegirnos, en las decisiones que tomamos, en las rutinas que inventamos, fueron más fuertes las vísceras que la cabeza. Había algo que nos decía “por acá” y que nos hacía resonar. Algo inexplicable que nos marcaba el camino sin que tuviéramos las palabras para explicar por qué.Cada casa abrió su mundo a los otros y el nomadismo se volvió costumbre. Las ventanas, las mesas, el patio eran escenarios exóticos en donde los chicos aterrizaban con sus carpetas y zapatillas. La comida de la noche en familia se llenaba de historias y de maneras nuevas. Como Gullivers o Caperucitas los chicos de la casa se sabían dueños de sus viajes y narradores experimentados.
Después de esta experiencia, claro, las otras pedagogías, las de afuera se me abrieron como una mandarina:
***¿Por qué los ministerios olvidan tantas veces lo que dicta la intuición?
***¿Por qué seguimos tan “pegados” a las aulas y nos cuesta salir de visita a otros espacios de la escuela o a las calles de la ciudad?
***¿Por qué los juguetes personales u otros objetos que nos identifican tienen que quedar afuera de la escuela?
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